Bueno, pues caminábamos en la selva hacia un calor húmedo, sofocante, y garrapatas del tamaño de canicas se me subían por los calcetines. Buscábamos los restos de un elefante cazado ilegalmente por su marfil y en unas cuantas horas atravesamos, unas de las últimas selvas tropicales que quedan en Kenia. Y durante el recorrido vi a los cultivos comerciales avanzar sobre el ecosistema, vi a soldados sacar mujeres contrabandeando leña para hacer carbón y venderlo en la ciudad de Mumbasa y vi a talamontes siendo arrestados junto a árboles caídos de cientos de años de edad. Y uno de ellos, un talamontes, me voltea a ver mi cara de preocupación y me dice: "Hakuna Matata". Sí, como en el rey león, una frase en swahili que significa algo así como no pasa nada, no te preocupes. Pero sí me preocupa, tanto el futuro de esa y todas las selvas como de todas las personas que dependemos de ellas. Hace tres años, encontré algo que me ha permitido viajar durante largas temporadas sin necesitar muchos recursos: Ser voluntario, o sea trabajar a cambio de hospedaje y alimentación y moverme ligero, cargando mi mochila. El año antepasado regresé de una caravana en África del este durante casi 5 meses y ahí me moví y viví en decenas de pequeñas aldeas con las realidades, contextos, historias más variados que se puedan imaginar y así como viví casi dos meses con una familia en una aldea minúscula en la costa de Kenia donde todo lo que comíamos venía del jardín y todos los desechos iban de regreso a los cultivos porque eran orgánicos y las casas estaban hechas de lodo y paja, materiales locales también viví en contraste en una aldea, en las faldas del volcán Monte Kenia donde todo su bosque ha sido reducido a un pequeño lote de recursos naturales y además todos los días cede ante gigantescas plantaciones de té. Y esto se debe a que hace un poquito más de medio siglo llegaron misioneros con esta planta y convencieron a los locales de que Dios no estaba en su bosque, si no en el cielo. Y de hecho, cuando yo pasé por ahí la gente le vendía toda su producción de té a una sola procesadora que les pagaba una miseria con la que compraban alimentos procesados, importados, de mala calidad que no solo estaban dañando su salud sino que estaban contaminando, ensuciando su tierra. Es como si aquí también pudiera escuchar ese "Hakuna Matata", viniendo de la procesadora y las tiendas de alimentos. Durante estas estancias me di cuenta de algo evidente. Hay dos tipos de comunidades. Por un lado, las que están aisladas las que no tienen carretera, teléfonos, televisión. Esas que viven como lo han hecho por generaciones y que son autosuficientes, independientes y que se rigen por sus propias leyes y normas culturales. Y por otro lado, todas las que se están globalizando. Las que ya tienen carretera, reciben productos externos, tienen cableado. Entonces, tienen que pagar cuotas, pagar impuestos, comprar su comida. Están obligadas a generar dinero y por lo tanto, en cierta forma, son dependientes. Intenté encontrar algún punto medio entre estos dos extremos pero en todos los casos parecía que el desarrollo estaba absolutamente peleado con la sustentabilidad. Entonces es cuando regreso a México de donde salí creyendo que iba regresar con todas las respuestas a los problemas de la humanidad... a los 19 años y me doy cuenta de que me fui hasta el otro lado del mundo solo para llegar a entender mejor el contexto, la historia de mi propio país. Y aquí hay una región que me apasiona y me preocupa especialmente. La selva La candona es solo el 0,4 % de nuestro territorio y está en una esquina de Chiapas. Sin embargo, produce 1/3 del agua de nuestro país. Y es hogar de 1 de cada 5 especies de México. Esta es una foto de la selva La candona en 1984. Las partes rojas eran selva originalmente y ya en ese entonces eran potreros o zonas de cultivo. Y así se ve hoy en día. Más de 3/4 partes de esta selva se ha perdido desde los años 80. Y la tasa actual de deforestación es de 2000 hectáreas al año. O sea, en promedio, unas 5 canchas de fútbol al día. Y hay 3 razones principales para esto. Primero, el fomento a la ganadería y cultivos comerciales como la palma aceitera, que además no le dejan casi nada a los locales. Dos, la sobreexplotación de recursos naturales. Y tres, la colonización no planificada y asentamientos irregulares. A principios de este año por fin, después de estarlo intentando durante varios meses se me permitió el acceso a una comunidad de setales que vive en la selva. Y cuando llegué, encontré un grupo de casas de madera, todas con sus huertos en el traspatio, acomodadas alrededor de un campo verde impecable, donde los niños corrían y jugaban vistiendo sus coloridos trajes típicos. Y bueno, después de estar ahí algunos días caminé en la selva hasta un ejido que se llama Esperanza. Y aquí, la cosa era diferente. A pesar de estar muy cerca solo a 4 km llegué a una terracería. La gente usa jeans y playeras estampadas con la cara de Justin Bieber en la tienda hay refrescos, papas fritas, pan en bolsa. Las calles tienen basura, están sucias, los arroyos tienen espuma; en las tardes la gente se reunía alrededor de la tienda a ver telenovelas y comerciales que también parecen decirles este mensaje de "Hakuna Matata", sigan este camino todo va a estar bien. Ahí está, el mismo contraste que era evidente en África está también aquí mismo, en México. Veo dos patrones que tienen en común todas todas las aldeas en desarrollo insustentable. Primero, una falsa idea de lo que es el progreso. Y luego un fenómeno que algunos han llamado "El espejo roto". Los programas de desarrollo del gobierno u otras organizaciones muchas veces están basados en el concepto de bienestar occidental. Están forzándoles a estas comunidades un modelo de vida insostenible a largo plazo, diseñado durante la revolución industrial cuando el mundo creía que los recursos eran infinitos y que la manera de progresar era consumiendo. Tanto en partes de África como de México el discurso político es uno que grita cosas como: "Les construiremos carreteras para que estén mejor conectados". "Les regalaremos concreto y lámina para que se construyan casas dignas". "Subsidiaremos el ganado para que tengan más dinero". En fin, es un discurso que rechaza la sabiduría tradicional colectiva y desprecia el valor del ecosistema. Es en muchas ocasiones un discurso que lo único que busca es obtener simpatizantes inmediatos sin preocuparse por las implicaciones a largo plazo de sus propuestas. El segundo patrón, me gusta explicarlo con una metáfora de la Premio Nobel keniata Wangari Maathai. Este espejo quebrado del que ella habla se refiere a la imagen distorsionada que muchas culturas tienen de sí mismas al verse reflejadas en el espejo de la sociedad occidental. Los medios o a veces las personas directamente estamos glorificando nuestro estilo de vida y las reflejamos como pobres, primitivas, ignorantes. Y ellas, toman esta imagen como su realidad volviéndose dependientes y formando un complejo de inferioridad que las hace sumamente vulnerables. Sus vidas siguen ahora una guía que las llevan a anhelar el tener coches, comer hamburguesas vivir en grandes edificios de concreto. Y aquí, ojo. Esta decisión es respetable. Si muchos de nosotros así vivimos ellos deben tener la misma libertad de elegir. El problema es que en la gran mayoría de los casos no tienen la información necesaria para hacer críticos en este asunto. Y en muchas ocasiones ni siquiera tienen la oportunidad de decidir el camino que van a seguir como comunidad. Imagínense una aldea que acaba de ser incorporada a las redes de distribución y de repente le llegan camiones llenos de refrescos todas las bardas se tapizan de publicidad y la tele les repite cosas como: "Este refresco es felicidad" o "esta camioneta es status, respeto". ¿Quién cree realmente que ahí, hay una libertad legítima? Mientras que la tendencia en muchas ciudades y sociedades que ya pasaron por eso metidas en el consumo local, la comida orgánica, los métodos de transporte alternativos, y recuperan este sentido de comunidad. Los programas de desarrollo rural van exactamente en la dirección contraria van hacia ese punto del que nosotros queremos escapar desesperadamente. Y ¿quién les está advirtiendo? El contraste que hay entre las comunidades aisladas y las integradas, plantea un dilema. Para mantener la sustentabilidad las comunidades aisladas deben permanecer así como si fueran piezas de museo o para que se desarrollen ¿es inevitable que dejen de ser sustentables? Yo pienso que no. El desarrollo trae bondades tanto tecnológicas como médicas como de comunicaciones libres pero se debe aplicar con políticas públicas y proyectos que no impongan un modelo de consumismo que no solo atenta contra su identidad si no que ha demostrado una y otra vez ser ineficaz. Entonces, nosotros como personas urbanas ¿qué hacemos? Pues en primer lugar identificar esta voz que nos repite incansablemente, "Hakuna Matata" y aceptar que tenemos un problema como sociedad y uno grande. Luego, dejar de pensar como si viviéramos en una pecera y asumir responsabilidad aceptar que los problemas ambientales en África o en la selva La Candona también son nuestros. Y finalmente, actuar, y no, no voy a invitarlos a que vayamos a la selva a amarrarnos a los árboles, aunque no sería tan mala idea. Pero no, me refiero a otro tipo de acción. Me refiero a romper con esta concepción de que el desarrollo está peleado con la sustentabilidad y tomar decisiones conforme a ello. No importa si somos o vamos a ser políticos, empresarios, economistas, diseñadores, arquitectos, ingenieros. Hay momentos en los que vamos a tener que decidir entre más ganancias o comercio justo, popularidad política o responsabilidad, crecimiento o sustentabilidad. Y yo les digo escojamos las dos, tomemos lo mejor de las dos: más ganancias gracias a un comercio justo, una popularidad derivada de una verdadera responsabilidad social y un desarrollo que sea sustentable a largo plazo. Gracias. (Aplausos)