El príncipe feliz
Sobre un elevado soporte de piedra
había una hermosa estatua del príncipe
Felipe
que podía verse desde toda la ciudad
Su cuerpo estaba cubierto por finas
láminas de oro,
sus ojos eran dos brillantes zafiros,
y en el puño de su espada
relucía un enorme rubí rojo.
Mmmm
¡qué feliz parece el príncipe!
Decían las gentes al pasar junto a la
estatua.
¡Ojalá nosotros fuéramos tan felices
como él!
Una noche,
una golondrina pasó volando sobre la
ciudad.
Se acercaba el invierno
y el ave se dirigía al sur,
hacia tierras cálidas y soleadas
dejándose guiar por las estrellas.
Sus compañeras habían partido semanas
antes
pero ella se había quedado rezagada
Ahora se apresuraba a reunirse con sus
amigas
antes de que se presentaran las nevadas.
Cuando la golondrina vio al príncipe
dorado sobre el pilar de piedra
se detuvo a descansar.
Pensaba:
¡Qué estatua tan hermosa!
Me posaré a sus pies para refugiarme del viento.
Pero cuando iba a plegar sus alas
una gruesa gota de agua cayó junto a ella
Mmm, ¿lloviendo en una noche tan clara y
estrellada?
Cayó una segunda gota,
y una tercera.
La golondrina, irritada,
sacudió sus plumas y se preguntó
¿Para qué sirve una estatua sino es para
protegernos de la lluvia?
Entonces
levantó su vista hacia el príncipe
y vio que no eran gotas de lluvia lo que caía
sino lágrimas que se deslizaban
lentamente por las mejillas doradas del príncipe.
¿Quién eres?
Preguntó la golondrina,
llena de asombro.
Soy el príncipe feliz.
¿Y por qué lloras?
Por todo lo que veo.
Respondió la estatua.
Cuando vivía y tenía un corazón
humano no sabía lo que era el llanto,
pues siempre fui rico y me sentí feliz.
Mis súbditos me amaban tanto
que al morir me convirtieron en estatua.
Luego me colocaron sobre este pedestal,
dominando la ciudad.
Desde aquí veo toda su fealdad y miseria.
Y aunque mi corazón es ahora de plomo,
no puedo por menos que llorar.
Otras tres lágrimas
rodaron por el rostro del príncipe.
Luego volvió a hablar:
En una callejuela, en la parte sombría
de la ciudad,
hay una pobre mujer que se pasa el día
cosiendo junto a la ventana de su casa.
Está demacrada y muy cansada,
pues sufre mucho.
Su hijito yace acostado en un rincón.
Tiene fiebre y pide naranjas.
Pero su madre es tan pobre
que sólo puede darle agua.
Te lo luego, querida golondrina,
¡Ayúdame!
¡Toma el rubí de mi espada
y ve a dárselo!
Pero me dirijo a Egipto.
Debo reemprender el vuelo de inmediato.
Mis amigas me están esperando,
y pronto llegarán las nevadas.
¡Ayúdame esta noche!
Suplicó el príncipe.
Y hazme de mensajera.
El chico tiene mucha sed de naranjadas
y su madre está muy afligida.
Sin pensárselo otra vez,
la golondrina tomó el rubí de la espada del príncipe
y voló por encima de los tejados
hasta la mísera vivienda.
La pobre mujer estaba tan agotada
que se había quedado dormida con la
costura entre las manos
ni siquiera se despertó cuando el
pájaro entró por la ventana y
y depósito del rubí junto a su dedal.
El niño se revolvió en el lecho
abrasado por la fiebre.
La golondrina le ARRANCó las mejillas con sus alas
y luego regresó volando junto al
príncipe.
¡Qué extraño!
A pesar del frío que hace
ahora siento más calor.
Eso es porque has hecho una buena obra.
Contestó el príncipe.
Y la golondrina
se durmió plácidamente.
Al día siguiente,
la golondrina voló sobre la ciudad
recreándose en el paisaje.
Al pasar junto a la casa de la pobre
mujer
vio que el niño se había curado de la fiebre
y se hallaba junto a la ventana con un
cesto lleno de naranjas.
¡Mira mamá!
¡una golondrina!
Ya casi estamos en invierno.
La madre abrazó a su hijo y sonrió.
Cuando cayó la noche y salieron las
estrellas para guiar a la golondrina,
el pájaro voló junto al príncipe feliz
para despedirse de él.
¿No puedes quedarte una noche más,
querida golondrina?
Me esperan mis amigas
y el invierno se nos echa encima.
¿Cómo puedo quedarme?
En la parte sombría de la ciudad
hay un joven inclinado
sobre su mesa de trabajo.
Intenta escribir
pero el fuego se ha apagado y es
demasiado pobre para comprar leña.
Tiene los dedos helados
y no puede sostener la pluma.
Toma uno de los zafiros
de mis ojos y llévaselo.
¡Pero príncipe,
yo no puedo hacer eso!
Protestó la golondrina,
y rompió a llorar.
¡Golondrina, golondrina,
pequeña golondrina!
Haz lo que te mando.
Sin poder entenderlo, la golondrina
tomó uno de los ojos del príncipe
y fue volando a casa del escritor.
El desdichado joven se hallaba sentado
en su mesa de trabajo,
con la cabeza entre las manos,
y no oyó a la golondrina entrar por un
agujero en el tejado.
El pajarillo depositó la joya sobre
la mesa
y se alejó tan sigilosamente como
había entrado
Al levantar la cabeza, el joven vio el
precioso zafiro
y lanzó una exclamación de asombro.
¡¿Pero qué es esto?!
Debo tener un admirador secreto.
Ahora podré comprar leña para el fuego
y terminar mi libro.