Vagones de metro pintados con aerosol,
puentes etiquetados,
paredes cubiertas de murales.
Graffiti que aparece audazmente
a lo largo de nuestras ciudades.
Se pueden hacer declaraciones de
identidad, arte, poder y política,
y al mismo tiempo
asociarlo con la destrucción.
Y, resulta que no es nada nuevo.
El graffiti o el acto de escribir
o hacer garabatos en propiedad pública,
ha existido desde hace miles de años.
Y en ese lapso de tiempo,
ha planteado las mismas preguntas
que debatimos ahora:
¿Es arte?
¿Es vandalismo?
En el S. I a.C., los romanos regularmente
dejaban mensajes en las paredes públicas,
y a océanos de distancia,
los mayas tallaban prolíficamente
dibujos en sus superficies.
Y no siempre fue un acto subversivo.
En Pompeya los ciudadanos marcaban
con hechizos mágicos las paredes públicas,
prosa de amor no correspondido,
lemas de campaña política,
e incluso mensajes para alentar
a sus gladiadores favoritos.
Algunos, incluso el filósofo griego
Plutarco, los rechazó,
por considerar el graffiti
ridículo y absurdo.
Pero no fue hasta el siglo V
que se plantaron las raíces del concepto
moderno de actos de vandalismo.
En ese momento, una tribu bárbara,
los vándalos, arrasaron Roma,
saquearon y destruyeron la ciudad.
Pero no fue sino hasta siglos después
que se acuñó el término vandalismo
en protesta contra la desfiguración
del arte durante la Revolución Francesa.
Y conforme el graffiti
se asoció cada vez más
con la rebelión deliberada
y la provocación,
asumió su mote de vandálico.
Por eso en parte, hoy, muchos artistas
del graffiti son anónimos.
Algunos asumen identidades alternativas
para evitar el castigo,
y otros lo hacen para establecer
camaradería y reclamar territorios.
Comenzando con las etiquetas
de la década de 1960,
un solapamiento novedoso
de fama y anonimato
golpeó las calles de Nueva York
y Filadelfia.
Los grafiteros solían usar etiquetas
en código para moverse por la ciudad
que a menudo
hacían alusión a sus orígenes.
Y la propia ilegalidad del graffiti
lo recluyó a las sombras
y también añadió su cuota de intriga
y creciente base de seguidores.
La cuestión de espacio y propiedad es
fundamental para la historia del graffiti.
Su evolución contemporánea ha ido de
la mano de escenas de contracultura.
Si bien estos movimientos aumentaron
sus voces antisistema,
los grafiteros desafiaron asimismo
los límites de la propiedad pública.
Recuperaron los vagones del metro,
las vallas publicitarias,
e incluso una vez llegaron a pintar
un elefante en el zoológico de la ciudad.
Movimientos políticos, también,
usaron la escritura de paredes
para difundir visualmente sus mensajes.
Durante la II Guerra Mundial,
el Partido Nazi y la resistencia
cubrieron las paredes con propaganda.
Y la pintada unilateral
del muro de Berlín
puede ser vista como un símbolo
sorprendente de represión
frente a un acceso relativamente
público y sin restricciones.
Mientras que
los movimientos contraculturales
asociados con el graffiti se volvieron
parte de la corriente principal,
¿fue aceptado también el graffiti?
Desde la creación de los sindicatos
de graffiti en la década de 1970
y la admisión de grafiteros seleccionados
en galerías de arte una década más tarde,
el graffiti osciló entre estar al margen
y dentro de la corriente principal.
Y la apropiación de estilos del graffiti
por vendedores y tipógrafos
ha hecho de esta definición
algo aún menos claro.
Las asociaciones alguna vez improbables
entre los artistas del graffiti
y los museos y las marcas tradicionales,
han sacado a estos artistas
fuera del anonimato
para ocupar el centro de atención.
Aunque el graffiti está
vinculado a la destrucción,
también es un medio de
expresión artística ilimitado.
Hoy, el debate sobre el límite
entre vandalizar y embellecer, continúa.
Mientras tanto, los grafiteros desafían
el consenso sobre el valor del arte
y el grado de apropiación
de cualquier espacio.
Sea tallando, usando spray o garabateando,
el graffiti hace aflorar
estas preguntas sobre
la propiedad, el arte y la aceptabilidad.