El cielo urbano es, francamente,
bastante aburrido.
Si entre los edificios te fijas
en un trozo de cielo nocturno,
tal vez puedas identificar la Osa Mayor,
o quizás el Cinturón de Orión.
Pero espera.
Vuelve a fijarte y levanta el pulgar.
¿Cuántas estrellas crees que hay detrás?
¿Diez? ¿Veinte? Inténtalo otra vez.
Al mirar ese trozo de cielo
del tamaño de un pulgar
por el telescopio espacial Hubble,
los puntos luminosos
se convierten en manchas.
Las manchas no son estrellas,
son galaxias, como nuestra Vía Láctea,
cúmulos de miles de millones de estrellas,
y hay más de mil conjuntos
escondidos tras tu pulgar.
El universo es más grande
que el trozo que vemos desde la ciudad,
y abarca aún más de lo que vemos
en el cielo estrellado del campo.
En este universo de los astrofísicos,
hay más estrellas
que granos de arena en la Tierra.
La contemplación estelar
es parte de la ciencia más antigua
de la humanidad.
La exploración del firmamento precede
a la navegación, a la agricultura,
e incluso al lenguaje.
Sin embargo, la astronomía
se basa solo en la observación.
No podemos controlar los parámetros
de los experimentos desde un laboratorio.
Nuestra tecnología punta
puede enviar al hombre a la Luna,
y sondas a los confines del Sistema Solar.
Pero esas distancias son insignificantes
en comparación con el abismo interestelar.
Entonces, ¿cómo averiguamos
tanto de otras galaxias,
de qué están hechas, cuántas hay,
o si están ahí siquiera?
Bueno, empezando por lo primero
en la bóveda celeste: las estrellas,
intentando conocer sus propiedades,
composición, temperatura, tamaño, edad,
o a qué distancia están de la Tierra.
Aunque resulte increíble,
podemos averiguar todo esto
a partir de su brillo en el cielo.
Al convertir la luz en arcoíris, podemos
descifrar algunos mensajes estelares.
Un arcoíris en la Tierra,
es en realidad un espectro de luz solar,
proyectado en la atmósfera
a través de pequeñas gotas de agua,
y dispersado en todas sus frecuencias.
Cuando estudiamos
la luz de otras estrellas,
creamos nuestros propios arcoíris,
pero no usamos gotas de agua,
sino otros instrumentos
diseñados para dispersar la luz.
Al observar cómo se dispersa la luz solar,
identificamos en el arcoíris
unas extrañas líneas oscuras.
Son verdaderas huellas dactilares
de los elementos.
Cada tipo de átomo absorbe la luz
en una frecuencia específica,
y la cantidad de absorción
depende de la cantidad de átomos.
Por lo que al observar cuánta luz falta
en estas particulares frecuencias,
podemos identificar tanto qué elementos
hay en la atmósfera solar
como su concentración.
El mismo principio puede aplicarse
para estudiar otras estrellas.
Crea un espectro continuo,
comprueba qué falta,
y averigua qué elementos están presentes.
Bingo. Ya sabes
de qué están hechas las estrellas.
Pero no nos limitamos a las frecuencias
captadas por el ojo humano.
Piensa en las ondas de radio.
Te traen los grandes éxitos
a la radio del coche,
pero también pueden propagarse
sin obstáculos por el espacio.
Al venir de tan lejos,
nos pueden dar indicios
de los albores del Universo,
pocos miles de años
después del Big Bang.
También podemos estudiar la luz infrarroja
que emiten otros objetos más fríos,
como las nubes de gas y polvo del espacio,
y la luz ultravioleta emitida
por las estrellas que nacen de esas nubes.
Al estudiar distintas frecuencias,
no solo nos formamos
una idea más completa de cada objeto,
sino también nuevos puntos
de vista del Universo.
Por eso, los astrofísicos usan
diversos tipos de telescopios
para estudiar desde la luz infrarroja,
a la ultravioleta o a los rayos X,
mediante enormes antenas de radio,
espejos gigantes y satélites espaciales,
y detectan la luz que de otro modo
quedaría bloqueada por la atmósfera.
Los astrofísicos no solo ven
los miles de millones de estrellas
y galaxias que hay en el Universo,
también las escuchan, sienten y detectan
a través de muchas frecuencias,
donde cada una nos cuenta
una historia diferente.
Pero todo comienza con la luz,
sea del espectro visible o no.
¿Quieres conocer
los secretos del Universo?
Basta con seguir la luz.